Este artículo ha sido publicado en La Razón.
Nunca acerté a ver con la misma simpatía y gracejo que mostraba alegremente una parte de la opinión publicada, el movimiento reivindicativo de todavía no sé qué, de los acampados. Es más, a medida que pasaba el tiempo la sensación de que el control era de los anti todo de siempre se acentuaba, al igual que la desconfianza en la situación creada al menos en alguna de las plazas catalanas.
No tengo la más mínima duda de la existencia de gente de buena fe en el movimiento, como tampoco tengo la más mínima duda de que la mala idea de la encerrona con que obsequiaron ayer al mundo, no fue casual sino más bien meditada, quizás no por todos pero sí por los anti todo.
Aún y las precauciones tomadas y las instrucciones seguidas, tropecé inmediatamente con los intolerantes que vaciaron de sus bocas toda clase de improperios, de sus cuerpos toda clase de empujones y provocaciones, de sus botellas toda el agua sobre mi cabeza y mi cuerpo, quizás ya tembloroso, ante la dificultad de enfrentarme solo y ante la sorpresa de transeúntes y comerciantes, conseguí zafarme de una quincena de energúmenos, que por cierto intentaron sin éxito sustraerme la cartera con mi trabajo. ¿Trabajo? ¿Será trabajo lo que querrán? No, solo la bronca por la bronca.
Mojado y deambulante por calles desconocidas tropecé con otro Ilustre de provincias con quien terminamos siendo rescatados por la guardia urbana y trasladados a una comisaria, para ser trasladados escondidos en un furgón policial hasta el recinto parlamentario. El mundo al revés, los parlamentarios amontonados en los furgones policiales y los bárbaros a su libre albedrio por las calles intimidando a diestro y siniestro, solo por, trabajar en el Parlament, o parece un parlamentario.
No sentí que me humillaran, sentí como estaban humillando a todos los catalanes que el noviembre pasado también manifestaron sus ideas, y lo hicieron con su voto.